El uso de la fotografía, como un recurso creativo para muchas prácticas artísticas, se incrementó durante la segunda mitad del siglo XX. La comprensión de la fotografía ante la portabilidad de su valor indicial como una imagen altamente susceptible de apropiación, así como la flexibilidad y multiplicación de sus procedimientos técnicos para reproducir, mediar y recontextualizar imágenes, dieron lugar a una buena cantidad de procesos y trayectorias creativas que permiten plantear paralelos y afinidades sobre el uso de la fotografía de un lugar a otro y a través de varias generaciones.
Este incremento en la tendencia al uso de la fotografía, tras gestos de apropiación, reproducción o acumulación, es apenas comprensible ante lo que significó el paulatino aumento en la circulación de imágenes de origen o procedimiento fotográfico propiciado por el desarrollo de tecnologías y procesos de reproducción de imágenes derivadas de técnicas fotográficas como la heliografía, la fotoserigrafía, el fotograbado y la fotomecánica, entre otras. En ese orden de ideas, a mayor producción visual y circulación de imágenes de origen fotográfico transferidas a diferentes soportes y medios, mayores probabilidades y posibilidades de apropiación, así como mayores interrogantes sobre la portabilidad de su valor indicial y grados de contextualidad.
Vista en perspectiva, la trayectoria artística de Graciela Sacco da cuenta clara de lo anterior, pues el conjunto de su obra ha procurado el uso de imágenes de origen fotográfico. Una buena parte redunda en la apropiación de estas imágenes con algún tipo de circulación previa, pues pasan a ser recontextualizadas por la mediación técnica y material que la artista les otorga; en otras ocasiones, conforma colecciones de motivos visuales resueltos a través de la fotografía, y los reitera tras procesos de reproducción técnica sobre diferentes soportes y espacios generando condiciones particulares de comprensión para el espectador.
Dentro del contexto que supone la presentación en Bogotá de la exposición antológica Nada está donde se cree…, este texto propone contextualizar la obra de Graciela Sacco respecto al uso de la fotografía en el arte contemporáneo en tres apartados que, simultáneamente, buscan establecer paralelos entre su trabajo y el entorno colombiano y argentino. En primer lugar, señalaremos algunos casos del medio colombiano en la década de los años sesenta y setenta del siglo XX, principalmente antecedentes locales tempranos del uso de imágenes de origen fotográfico mediadas por gestos de apropiación transferidos a prácticas artísticas particulares, operaciones creativas que resultan paralelas a prácticas artísticas del campo argentino que también hicieron uso de la fotografía, y que derivaron en la conformación de archivos en los que Graciela Sacco estuvo particularmente interesada. En segundo lugar, consideraremos algunas afinidades y disyuntivas creativas que pueden existir entre la obra de Sacco y los antecedentes propuestos. Por último, propondremos un brevísimo horizonte de prácticas artísticas contemporáneas en el contexto colombiano que pueden resultar análogas a algunas operaciones manifiestas en la trayectoria creativa de la artista.
I
A nivel global, durante la década de los años sesenta, se manifestaron abiertamente prácticas artísticas de “citación”, que reelaboraban, apropiaban o incorporaban fuentes visuales de diverso origen o campos de circulación, lo cual implicó la “colocación” de la imagen artística en el mismo lugar y horizonte que otras fuentes visuales consideradas hasta entonces de menor jerarquía, entre ellas las de origen fotográfico. Al mismo tiempo, los medios masivos de comunicación, en particular los periódicos y las publicaciones seriadas, se convirtieron en fuentes y lugares atractivos para producir intervenciones, apropiaciones y reelaboraciones propiciadas por algunos artistas. En el contexto colombiano, las propuestas de Beatriz González y del Taller 4 Rojo, entre muchas otras, incluyeron algunas de estas operaciones creativas y produjeron lenguajes cercanos al de la gráfica en medios de circulación masiva, a través de la reinterpretación o inclusión directa de fuentes visuales de prensa trasladadas a sus propias creaciones, lo que permitió que sus propuestas tomaran un aire de contemporaneidad afín a otros campos visuales diferentes a los del arte.
En Colombia, un hito respecto a este tipo de operaciones es la pintura Los suicidas del Sisga, realizada por Beatriz González en 1965. La artista resolvió su pintura a partir de una fotografía en blanco y negro contratada por una pareja que posteriormente decidió poner fin a su vida en la represa del Sisga, a las afueras de Bogotá. Sin embargo, la foto publicada en el diario El Espectador era, a su vez, la reproducción de una copia publicada en el periódico El Tiempo, y esta era una copia del retrato original, motivo por el que la referencia visual usada por González no solo registraba un retrato, sino el paulatino agotamiento de la fuente fotográfica transferida de un medio a otro, una precariedad que la artista tomó como motivo para su pintura (Jaramillo, citada por Barón, 2009). En adelante, González desarrolló su obra a partir de esta estrategia de confiscación de imágenes ajenas y de amplia circulación; en 1968, por ejemplo, elaboró una serie de heliografías tras apropiaciones y variaciones gráficas realizadas sobre fotografías que acompañaban reportajes de crónica roja. De modo semejante, en la serie gráfica titulada La felicidad de Pablo Leyva (1967), González apropió seis retratos y testimonios sobre la felicidad de personas que representaban oficios cotidianos (una maestra, una enfermera, un albañil, un ingeniero y un vendedor ambulante), y con estos materiales realizó una composición gráfica con motivos florales como fondo, la reprodujo en xerocopias y la plastificó para conformar un conjunto de individuales para una mesa de comedor.
Es notorio que, en uno y en otro proceso, Beatriz González supo sacar provecho de dos mecanismos para la reproducción de imágenes que implicaban un desarrollo tecnológico contemporáneo, pero que, a la vez, resultaban deudores de los más tempranos experimentos fotográficos: la heliografía y la fotocopia, dos recursos con los que propició la mediación de fuentes de origen fotográfico con recursos técnicos que limitaban la fidelidad en la reproducción de la imagen y con ello distanciaban la contextualidad de cada una de ellas. A la par de las operaciones técnicas utilizadas, es evidente que el sentido de estas obras surge de la maniobra conceptual que les da origen: aislar, descontextualizar y trasladar la fuente visual a una pintura u original múltiple, con lo cual convierte las imágenes en arquetipos de la tragedia, de la muerte o de la felicidad, según cada caso. Por otro lado, la operación de González plantea inquietudes en torno a la autoría y originalidad artística y al lugar del arte, así como a los significados de la imagen de acuerdo con su contexto y con la capacidad que tienen los medios de comunicación para moldear subjetividades y sentidos sobre el mundo.
Paralelamente, el grupo Taller 4 Rojo (activo durante la década de los años setenta) y los artistas vinculados a él realizaron carteles y publicaciones seriadas, entre otras producciones visuales, que incluían textos e imágenes tomados de medios de comunicación y fotografías fabricadas por medio de trabajo de campo y puestas en escena, articulados a través del concepto de montaje. Buena parte de esas producciones manifestaron motivaciones transversales que buscaban confrontar la información oficial, confeccionar producciones de carácter testimonial o de denuncia, y activar la memoria de los líderes de las luchas sociales del pasado o de poblaciones específicas como María Cano, Manuel Quintín Lame o Camilo Torres, en función las coyunturas de la década de los años setenta en Colombia. En suma, el tipo de cita o apropiación de imágenes que procuraron algunas producciones de Taller 4 Rojo asumían el valor documental de las imágenes, bien para producir contrainformación o para invocar las luchas del pasado en un presente activo.
Uno de los primeros proyectos de contrainformación adelantado por miembros del grupo (incluso antes de su conformación) fue la elaboración y el diseño de sendas publicaciones que comentaron críticamente la información oficial divulgada sobre dos eventos de coyuntura: la visita del papa Pablo VI a Colombia en 1968 y el proceso de persecución y exterminio de la comunidad indígena de los guahíbos en Planas (Meta). Estas dos publicaciones reutilizaron un buen compendio de fotografías, testimonios, documentos históricos y otros materiales visuales que, al ser reordenados, propiciaban una lectura de las situaciones con un enfoque diferente al oficial. Esta estrategia de compilación y edición de información divulgada en prensa también se manifestó en Colombia 1971, uno de los carteles desarrollados por el Taller 4 Rojo en apoyo al movimiento estudiantil de 1971. En este caso, el grupo articuló columnas y fotografías de diferentes diarios para componer un cartel que semejaba una página de prensa ampliada que condensaba la información dispersa sobre la movilización colectiva estudiantil y la respuesta represiva del Estado. Otros casos de apropiación sobre imágenes provenientes de prensa y transferidas al lenguaje de la fotoserigrafía se manifestaron en los conocidos carteles realizados por el grupo y dedicados a la resistencia del pueblo vietnamita ante la invasión norteamericana.
Estos intereses de acción e intervención sobre la realidad inmediata condujeron a una pronta renuncia del grupo a exhibir en espacios artísticos tradicionales, al tiempo que denunciaba los intereses de los capitales privados en eventos culturales como la Bienal de Artes Gráficas de Cali, y propiciaba la circulación de su producción gráfica en espacios públicos así como en sedes y acciones de movimientos sociales campesinos, indígenas y sindicales (Barón y Ordóñez, 2015). En suma, Taller 4 Rojo, con su salida de la institucionalidad artística, planteó un cuestionamiento sobre el lugar del arte y sus públicos al participar de las primeras manifestaciones de crítica institucional, y, finalmente, tomó una posición radical frente al arte como un vehículo de intervención de la realidad.
A la par de esta experiencia, en varios países de América Latina se manifestaron propuestas semejantes con carácter cuestionador y crítico, como puede identificarse en el Grupo de Artistas Argentinos de Vanguardia, que confrontó y cuestionó la legitimidad de la institucionalidad artística y su correspondiente promoción de un arte burgués y de carácter internacional. Sin duda, la manifestación más contundente y tajante propiciada por este grupo fue el proceso conocido como Tucumán Arde (1968), en el que las definiciones del arte, en sus términos tradicionales, se desdibujaron, se rompieron los lazos con las instituciones que fueron escenario de las manifestaciones vanguardistas inmediatamente anteriores, y se incorporaron prácticas propias de las ciencias sociales como la acción directa (Giunta, 2009). Esta acción fue la respuesta del grupo a la situación social de la provincia de Tucumán, donde se había implementado una política que privilegiaba los monopolios de la caña de azúcar bajo una supuesta campaña de “saneamiento” y racionalización de su producción, lo cual aumentó el desempleo y las precarias condiciones de vida de los agricultores y trabajadores de la región. Sin embargo, esta realidad fue ignorada por los medios de comunicación que expusieron la problemática desde una perspectiva oficial. Para entonces, los artistas involucrados habían desarrollado una reflexión sobre la manera en que los medios de comunicación fabricaban realidades a través de la manipulación de la información y las imágenes involucradas en su diagramación.
Por tanto, el objetivo del grupo fue denunciar la brecha entre aquella apremiante realidad y la matriz de opinión creada por los medios, una apuesta de contrainformación semejante a las que emprendería el Taller 4 Rojo pocos años después. El primer paso del proceso fue recorrer la provincia para recolectar información directa de sus habitantes e información oficial. Luego se creó una campaña de expectativa en Santa Fe, Buenos Aires y Rosario con carteles, adhesivos y grafitis con los motes “Tucumán” o “Tucumán Arde”, aludiendo a la película francesa ¿Arde París? e, incluso, se elaboró un afiche convocando a la “I Bienal de Arte de Vanguardia” para despistar sobre el carácter abiertamente político de la acción y la muestra (Longoni y Mestman, 2008, pp. 195-197). En noviembre de 1968, el grupo intervino la sede principal de la Central General de Trabajadores de Rosario para ocupar sus espacios interiores con infografías, fotografías, estadísticas y documentos procedentes de su trabajo de campo sobre la crisis tucumana, dispuestos en paralelo al material gráfico divulgado por la oficialidad, evidenciando así las contradicciones de contenido entre una posición y otra. Luego de dos semanas en Rosario la muestra itineró a Buenos Aires, donde la policía y el Gobierno reaccionaron rápido para clausurar la muestra.
En años recientes, Tucumán Arde ha sido objeto de investigación de diversos autores que han prestado atención a los procesos de documentación, imaginación política y acción directa que allí se propiciaron. Así lo demuestran las curadurías recientes de la investigadora Ana Longoni y la artista Graciela Carnevale —quien hizo parte del Grupo de Artistas Argentinos de Vanguardia—, en las cuales se evidencia que el proceso de Tucumán Arde implicó una documentación del contexto social en el que se desarrolló y la construcción intuitiva de un archivo. Por esta razón, tanto el compendio de imágenes volcadas en los procesos creativos del grupo Taller 4 Rojo como el archivo personal de fuentes visuales elaborado por Beatriz González resultan en algo análogos al conjunto de fuentes que en ese entonces, y hoy, hacen parte del archivo de Graciela Carnevale como una de las memorias existentes para relatar el proceso de Tucumán Arde.
II
Es natural que en diferentes lugares de América Latina las nuevas generaciones de artistas se fijaran en las operaciones creativas de vanguardia suscitadas dos o tres décadas atrás; por tanto, no resulta extraño que en los años siguientes al fin de la dictadura en Argentina, artistas como Graciela Sacco prestaran atención a esas experiencias desarrollando proyectos de investigación que contribuyeron a dar visibilidad a la trayectoria del Grupo de Artistas Argentinos de Vanguardia, y particularmente al proceso conocido como Tucumán Arde. Ella y otros miembros de la cooperativa gremial Artistas Plásticos Asociados (APA) impulsaron la realización de una exposición sobre el grupo de vanguardia en el Museo Castagnino de Rosario en 1984 (probablemente la primera revisión histórica de este proceso llevada a una apuesta expositiva o curatorial), y gestionaron la realización de una serie de jornadas en las que reunieron testimonios y documentos desperdigados, lo cual se convirtió en el punto de partida para que Gabriela Sacco, junto a Silvia Andino y Andrea Sueldo, escribiera la primera monografía titulada Tucumán Arde (1987) que circuló entonces a través de copias mimeografiadas (Longoni y Mestman, 2008, p. 296).
En la trayectoria de Graciela Sacco se proyecta al menos un reflejo sobre la comprensión de las operaciones de Tucumán Arde. La obra de la rosarina adeuda a la vanguardia argentina al menos dos aspectos: el interés por vincular arte y vida y una continua reflexión sobre el lugar del arte frente a los medios de comunicación en la contemporaneidad (Farina, 2005).
Sin embargo, la relación que Sacco establece con las imágenes es diferente, pues algunas de sus estrategias creativas, como apropiar imágenes de prensa o de dominio público y ponerlas nuevamente a circular sin hacer explícito el contexto original y los créditos de sus fuentes, generan preguntas sobre la vigencia de la noción de autoría en medio de una sociedad dominada por los medios de comunicación (Garavelli, 2002), de modo que el valor “documental” de la imagen de origen fotográfico (su especificidad contextual), que resultaba fundamental en el uso de fotografías para los antecedentes señalados atrás (Taller 4 Rojo y Tucumán Arde), es parcialmente desplazado. A diferencia de lo sucedido en el proceso de Tucumán Arde, Graciela Sacco no se interesa por componer un gran fondo documental de fuentes visuales que sirvan para registrar el transcurso de una situación particular; más bien, su uso de imágenes con origen fotográfico se limita a un pequeño conjunto de motivos reiterados en distintos formatos y materiales para componer diversas piezas, articuladas por la transferencia fotográfica de estas imágenes a otras superficies y dispuestas en salas o espacios públicos, donde, ante todo, procuran confrontar la experiencia del espectador.
Desde su etapa de formación, la artista reflexionó sobre los modos de representación y los grados de realismo del medio fotográfico o de algunos de sus derivados. Su encuentro con el uso y el medio fotográfico se dio a partir de dos investigaciones que a su vez corresponden a dos publicaciones: en primer lugar, la investigación histórica sobre Tucumán Arde mencionada, y, en segundo lugar, su indagación y experimentación con la técnica heliográfica. Sacco halló en la heliografía un medio atractivo para la experimentación creativa tras un hallazgo “fortuito”: su encuentro con el papel de copia utilizado en arquitectura para reproducir planos, y no tanto, como se podría suponer, por una indagación histórica sobre los antecedentes del desarrollo de la fotografía. Pronto quiso averiguar si era posible fotosensibilizar otras superficies o soportes distintos al papel con los materiales que participan en el proceso heliográfico, para lo cual contactó con la fábrica argentina que producía el papel (Feitlowitz, 2002). A partir de varias pesquisas y experimentos materiales desarrollados con la ayuda de los empleados de esa empresa, realizó una publicación sobre el uso de la heliografía en el arte y asumió la implementación de esos procesos en su propia obra.
A partir de este tipo de tentativas con los procesos fotográficos y su capacidad para trasladar imágenes del “mundo real” a diversas superficies, surgió una inquietud que rodea gran parte de su trabajo: cómo se entiende, se construye y se percibe aquello que llamamos realidad. Desde entonces, Sacco ha desarrollado esta reflexión “sobre” y “con” el medio fotográfico sin minar o reducir su carácter dialéctico. Entre las tres grandes acepciones otorgadas a la fotografía desde sus orígenes (espejo de lo real —valor mimético—, transformadora de lo real —valor cultural—, y huella de lo real —valor indicial—), la artista parece querer exacerbar la presencia de las tres en cada imagen, pero especialmente rescata la tensión entre las dos últimas: el significado de la imagen fotográfica no está en sí misma, como tampoco proviene exclusivamente del momento de la captura (de su contexto original) pues está atravesada por lo que ocurre antes y después de la toma fotográfica. En ese orden de ideas, Sacco comprende la fotografía como una elaboración, en otras palabras, su significado se carga por las expectativas y los imaginarios de quien la produce pero, sobre todo, de quien la recibe. La imagen fotográfica invoca algo que ha sido, pero no lo que ello significa, por esto es el observador quien le otorga, o al menos completa, su significado. Esa es la tensión que nos plantea el uso de la fotografía en la mayor parte de sus obras.
Con algunas excepciones, los motivos más recurrentes en las piezas elaboradas por Graciela Sacco reiteran registros fotográficos de bocas, protestas y ojos. Desde 1993, Sacco ha realizado diferentes versiones de instalaciones e interferencias (como la autora prefiere denominar sus intervenciones al espacio público) por medio de una colección de imágenes compuestas por fotografías que reproducen el mismo encuadre: una boca abierta que muestra los dientes y la lengua. De manera semejante, a partir de 2001, la artista ha usado un encuadre fotográfico recurrente para inscribir planos de ojos en diferentes contextos y superficies. Por último, desde 1996, la apropiación de imágenes de protesta ha sido recurrente en la trayectoria de esta artista, un proceso en el que ha procurado su transferencia a diferentes soportes que procuran su espacialización. Graciela Sacco ha usado esas fuentes de múltiples maneras y ha vuelto a usarlas de acuerdo con diversos contextos creativos; tal como lo señala Andrea Giunta (2000), así como “unas veces ocupa la calle con sus imágenes imprecisas, a fin de interceptar la retórica publicitaria, con una lógica semejante introduce en el espacio de las confrontaciones consagratorias —el museo— un repertorio estrechamente ligado a la protesta urbana y callejera”.
Por ejemplo, la primera versión de Bocanada (1993/2014) consistió en un repertorio de carteles impresos donde cada uno estaba ocupado con el plano de una boca abierta, sin mayor información, y dispuestos sobre muros del espacio público que, colocados en época electoral, generaban lecturas que articulaban, complementaban o contradecían la información asertiva de la publicidad política con la que eventualmente compartían las superficies donde fueron adheridos. De alguna manera, con este gesto de inserción visual en lo urbano, su obra competía con el espacio dominado por el establecimiento en sus múltiples manifestaciones: propaganda política y publicidad de carácter público o privado (Aguzzi, 1998). Desde entonces, la artista ha realizado versiones semejantes en diferentes ciudades, pero Bocanada también ha contado con una multiplicidad de variaciones dispuestas en salas y recintos museales, operación en la que Sacco ha contado con la versatilidad que permite la transferencia de las matrices fotográficas a diferentes soportes y materiales que connotan el significado de la imagen, otrora aislada y completamente autónoma. Una instalación conformada por sesenta cucharas, cuyas cabezas se han fotosensibilizado para imprimir reducciones de las matrices, cuelgan del techo y la imagen de las bocas adquiere un mensaje más explícito al asociarse con el objeto que las soporta: el hambre. A su vez, no deja de ser llamativo que la imagen general de la instalación cobre otro sentido luego de las manifestaciones y cacerolazos que se produjeron luego de la crisis económica que sufrió Argentina en 2001, como si esta y otras obras de Sacco anticiparan los acontecimientos históricos vividos en este país y otros lugares del mundo, y materializaran la latencia de una indignación colectiva que creíamos había caducado o pertenecía a otros tiempos.
Otra versión de la obra es una instalación conformada por una mesa de madera, cuya superficie presenta un mapamundi impreso en heliografía, que soporta una estampilla con una boca impresa atravesada por los dientes de un tenedor, mientras en el piso se observa una suerte de superficie compuesta por cientos de estampillas con imágenes de bocas. Para poder observar la mesa y lo que sobre ella reposa, el público se ve obligado a pisar las bocas del piso, con lo cual la obra propone una experiencia que remite a la indolencia general frente a la problemática de la hambruna en el mundo. En otra traslación de las mismas matrices, son cajas de fósforos las que soportan estas imágenes en su cara superior, mientras en una de las superficies laterales se lee la sentencia: “una chispa basta para incendiar la pradera”, que sugiere la posible repercusión de grandes dimensiones que late en cualquier acción aislada y mínima (Giunta, 2000). Otra presentación para recintos cerrados exhibe las nueve bocas de los carteles en impresiones heliográficas a manera de exhibición de originales, con lo que explota todo el potencial visual e indicial de la imagen fotográfica.
En resumen, a través de serie Bocanada, Sacco aborda el problema de la crisis alimentaria en el mundo a partir de la implementación de políticas económicas propias de un capitalismo extremo. Todas las obras de la serie, unas con más intensidad que otras, invocan agudamente la manera en que “miles de personas mueren por mala alimentación y malas condiciones de higiene frente a las cámaras de los televisores, mientras otros miles las contemplan desde las pantallas” (Giunta, 2000). Este interés por abordar el tema y la denuncia sobre la indolencia, recuerda la serie de carteles en fotoserigrafía que Nirma Zárate —integrante del grupo Taller 4 Rojo— realizó sobre el abandono infantil y el aumento de la mortalidad de niños en Colombia por inanición y mala alimentación en 1971. Zárate tomó imágenes, reportajes y noticias de la prensa impresa, en los que se describían situaciones concretas y testimonios crudos de esa realidad, y los reordenó en composiciones visuales donde confrontó la indiferencia de los colombianos frente a esta situación apremiante, pues, más allá de las noticias de prensa, se trataba de una realidad observable y palpable en la cotidianidad de las grandes ciudades (Barón y Ordóñez, 2015).
Ahora bien, como hemos señalado, Graciela Sacco ha evitado referir situaciones particulares. A diferencia del uso de fotografías provisto por Nirma Zárate en la serie señalada, al reordenar la información visual y documental para ofrecer un testimonio específico y contextual al observador, o los artistas argentinos en la muestra de Tucumán Arde, que expusieron las condiciones de miseria que vivía la población tucumana, las variaciones de Bocanada animan un uso no documental de la imagen fotográfica. Más bien, como lo hace Beatriz González, Sacco apela a imágenes que, al sustraerse de su contexto de circulación original, se tornan genéricas y se convierten en arquetipos o en imágenes con un valor atemporal y universal que cobra sentido de acuerdo con el nuevo contexto en el que se sitúan. Esto puede comprobarse en varias obras posteriores, como en Entre nosotros (2001/2014), de la serie Esperando a los bárbaros (1995/2014), donde tomó una sucesión de imágenes de ojos, dispuestos siempre en un reducido marco rectangular, y los ubicó, desde 2001, en muros y paredes de diversos lugares con valor histórico en el mundo. Si bien cada imagen es única e irrepetible, la doble descontextualización que procura Sacco —supresión del fondo y eliminación del rostro— acrecienta la imposibilidad de darle identidad o singularidad a esas imágenes. En consecuencia, aquella universalidad y atemporalidad que les caracteriza, posibilita que, de acuerdo con el lugar y el momento de la intervención, se active la imaginación y la memoria de los transeúntes, quienes terminan por otorgarles un nuevo sentido a las imágenes. La tranquilidad de los caminantes se ve perturbada por las miradas fantasmales de aquellos que parecen asomar sobre muros y paredes agrietados, y a cada quien recuerdan alguna coyuntura, conflicto o guerra que, en distintos niveles, ha vivido la humanidad desde hace siglos.
Con las series El combate perpetuo o Cuerpo a cuerpo (1996/2014) sucede algo semejante. Sacco utiliza en ella una secuencia de fotografías de aglomeraciones, manifestaciones y protestas extraídas de medios de comunicación impresos, sin dar los créditos del autor, fuente o periódico a través de los cuales circularon, disposición que de tajo elimina el rigor documental, contextual e incluso histórico que cada una de ellas, por sí misma, podría aportar. En principio, la artista amplió e imprimió este tipo de imágenes en papeles de gran formato que circuló en las calles, luego empezó a utilizar como soporte una superficie conformada por una fila de tablas irregulares, que recuerdan las barricadas que se improvisan en las confrontaciones callejeras a las que las fotografías pueden referir; posteriormente, algunas de estas fuentes fueron transferidas a elementos traslucidos que permiten espacializar la imagen partir de su disposición y proyección en la sala de exposiciones, asunto que propone interrogantes sobre la inmaterialidad de la imagen fotográfica y que, simultáneamente, reitera el uso escalado de estas imágenes como una recurrencia que, en todas sus versiones, procura una relación directa con el cuerpo “confrontado” del observador.
Al descontextualizar las fotografías, Graciela Sacco desplaza el carácter testimonial e histórico que les dio origen, y solo nos queda su vestigio, su ausencia existencial. Lo que miramos, las personas, el lugar o la protesta no están ahí, pero aun así su fantasma —su huella lumínica— nos interpela y propicia la aparición de otros personajes y protagonistas en otros escenarios y momentos de coyuntura, imágenes que la memoria de cada receptor activa: quizá el Bogotazo allí, la Primavera Árabe allá, etc. La estrategia creativa de Sacco reside ahí, en el juego de expectaciones inmanente a la fotografía: lo imaginario y el deseo, aquello que nace de esa tensión, y de la distancia entre lo visible y lo intocable que nos ofrece la fotografía (Dubois, 1986, p. 69). De ahí lo imperativo que resulta para la artista rosarina reproducir aquellas imágenes una y otra vez, manipulando diferentes soportes que connotan y exacerban sus múltiples y potenciales significados y apelando a diferentes escenarios, afuera y adentro del museo, pues nunca se sabe dónde pueda surgir o brotar aquel destello.
III
Por supuesto, de forma simultánea a la trayectoria de Sacco, podemos encontrar pares en Colombia que han participado de la expansión de las prácticas y reflexiones fotográficas, como por ejemplo, Óscar Muñoz —entre muchos otros—, así como otras prácticas que plantean inquietudes sobre el papel del arte frente a los medios de comunicación, como es el caso de José Alejandro Restrepo. El primero ha desarrollado un trabajo que tiene como centro la utilización de la fotografía, que partió de su uso como referencia para transferir su lenguaje y valores indiciales a otros medios como el dibujo o el grabado, y paulatinamente ha ganado lugar para la experimentación a través de sus procedimientos y traducciones de un soporte a otro, una trayectoria que manifiesta correspondencias con las propuestas de varios artistas colombianos que, como él, trabajaron en la década de los setenta. Restrepo, por su parte, tiene un amplio trabajo que reflexiona sobre el poder y la circulación de las imágenes, sobre el carácter de verdad (muchas veces histórico) que culturalmente se les ha concedido, y sobre las formas iconográficas de origen católico trasladadas a manifestaciones visuales y simbólicas de la política y los medios de comunicación donde han sabido aprovechar su tradición y poder. Por lo anterior, las estrategias creativas de Restrepo han incluido la conformación de archivos visuales y audiovisuales con material que ha circulado en publicaciones y en medios de comunicación audiovisual principalmente. En particular, queremos señalar un par de casos, en la trayectoria de Muñoz y Restrepo, que permiten identificar coincidencias o diferencias con las operaciones creativas de Sacco señaladas.
En 2003, Óscar Muñoz elaboró una intervención nocturna sobre el cauce del río Cali, en la ciudad homónima, río en el que proyectó una serie de retratos urbanos de transeúntes capturados en blanco y negro. Esta intervención surgió a partir de la revisión y selección de un bulto de fotografías que Muñoz había comprado a un estudio de fotografía de Cali antes de su inminente liquidación. El bulto contenía las fotografías no reclamadas por los clientes; fotografías de personas en la calle, tomadas por fotocineros, quienes comúnmente se aparcaban en las calles a “cazar” la imagen de los transeúntes, con la esperanza de que sus retratados les tomaran los datos para pagar y reclamar su fotografía días después. Muchas personas no las reclamaban, de modo que los laboratorios y estudios vendían ese material para reciclaje. Muñoz compró un retal de aquel material por peso. Durante muchos años el artista guardó aquellas fotos sin saber para qué las utilizaría, hasta que finalmente se ocupó de revisarlas y clasificarlas, y encontró que cerca de un centenar de estas imágenes habían sido tomadas en el puente Ortiz, un fuerte hito urbano y patrimonial de los caleños, ubicado en el cruce de la calle 12 y la avenida Sexta, que articulaba dos zonas de la ciudad separadas por el río. Esa selección de fotografías fue la que proyectó sobre el río Cali, muy cerca del propio puente Ortiz, planteando una experiencia visual en la que se reunían dos tiempos en contrasentido: el estático de las fotografías y el dinámico del río. De modo que el río que daba vida a las fotografías, se comportaba como un soporte que redoblaba el carácter volátil de cada imagen: el instante detenido, único e irrepetible, se disolvía en aquella superficie móvil e indeterminada que conformaba el cauce dinámico y cambiante del agua.
En esa intervención, los retratados sobre el puente Ortiz eran contemplados por aquellos que seguían sus pasos cuarenta años después. Las imágenes proyectadas sobre la superficie del río de todas maneras perdían precisión, los rostros se desvanecían en la textura del agua en movimiento y por la pérdida de visibilidad en la noche, a pesar de la luminosidad artificial que supuso la intervención misma. Al perder su identidad, estos retratos activaban la mente y la memoria de aquellos que los contemplaban (sin importar la especifidad de cada retratado, pues se trataba de un arquetipo), quienes, posiblemente, les trasladaban la identidad de conocidos y amigos, e incluso les conferían las poses y las atmósferas de las fotografías de familiares que la gente solía cargar en billeteras o que se incluían en el tradicional álbum de familia. En ese orden de ideas, José Roca ha sido agudo al afirmar que “las fotos de los fotocineros son el reverso popular del estudio fotográfico de las clases adineradas: fotografías de personas anónimas hechas por fotógrafos anónimos. Una gran fotografía del cuerpo social” (citado en Revista Archivos del Sur, 2012).
La operación de Muñoz supone la apropiación y el uso de unas imágenes fotográficas con una valor documental específico y particular, el de cada individuo que contrató la fotografía no reclamada e, incluso, la localización misma de la intervención puede contribuir a avivar la memoria sobre las prácticas de los fotocineros en una ciudad específica: Cali. Pero, como en varias operaciones creativas de Sacco, no es el contenido particular de cada imagen fotográfica el que aporta información, sino la portabilidad de un arquetipo, comprendido en el conjunto de estas fotografías y parcialmente descontextualizado, el que es capaz de interpelar los cuerpos de los observadores o transeúntes.
Por otra parte, la trayectoria de José Alejandro Restrepo recurre a la apropiación de imágenes de dominio público situadas en el horizonte de la historia, y a la captura de imágenes que circulan en los medios de comunicación rearticuladas a través de montajes de edición y volcadas en videoinstalaciones, dos operaciones que sirvieron en la confección de Iconomía (2001), Santoral y Protomártires (2004), todas ellas compuestas tras apropiaciones de videos que circularon en medios públicos y elaboradas con el telón de fondo argumental, que propicia el orden discursivo de la iconografía cristiana, para resignificar el poder de la imagen en el mundo contemporáneo a través de los mitos de la Verónica, el viacrucis y la iconografía de santos.
Estas creaciones involucraron la articulación de un conjunto de imágenes videográficas que Restrepo grabó tras su emisión en diferentes canales de televisión colombianos, lo que, a su vez, constituye la azarosa conformación de un archivo de imágenes que su autor está en capacidad de interpretar. Por supuesto, podemos considerar el orden documental de cada una de estas secuencias, pues la mayoría corresponde al cubrimiento periodístico de sucesos colombianos que oscilan entre la vida cotidiana de sus gentes, el conflicto armado, la crisis económica y la actividad política; pero cada una de ellas cuenta con un proceso de descontextualización que inicia con su confiscación, cuando es desplazada del bloque noticioso al fondo visual de Restrepo, y que continúa con su tratamiento formal en función del montaje y la edición, para generar un ritmo, una temporalidad y una narrativa diferentes al que acusaba en su uso documental original y que, junto a otras imágenes, propician un nuevo relato que, en gran medida, depende del contexto en el que se encuentra su observador; de modo que los registros de madres reclamando por sus hijos secuestrados mientras prestaban servicio militar, de violentos actos policiales de recuperación del espacio público, o prácticas de reclamación y de protestas llevadas a cabo por gremios laborales a través del automartirio se desprenden de su valor periodístico testimonial y detonan arquetipos visuales que, incluso, pueden estar fuera del tiempo y soporte fotográfico o videográfico, y a cambio situarse en el tiempo del mito y de la historia.
Como en el tratamiento de las matrices fotográficas apropiadas por Sacco, el tratamiento de las imágenes en video de Restrepo logra desplazar el valor informativo intrínseco de cada imagen para invocar su valor estructural, una situación que le otorga posibilidades más abiertas para su lectura, pero que, en gran medida, dependen de otra condición histórica de aquellas imágenes cristianas: la persuasión directa de los sentidos.