“En vano intentamos controlar el decurso de nuestras vidas. Tal vez nuestra potencia se manifieste como vivencia sólo en el instante previo a cualquier desenlace, en la condición de vértigo, en la sensación de despertar en el aire”.
Silvia Rivas
La obra actual de Silvia Rivas es una desembocadura, o un recodo profundo, de las reflexiones sobre el tiempo que viene trabajando desde la importante videoinstalación presentada en 2001 en la Sala Cronopios del Centro Cultural Recoleta. En aquel momento, el entero espacio era tomado por una orquestación de sincronías y divergencias y el espectador sumergido en ella tomaba conciencia de la percepción como vivencia corporal. Rivas desarmaba en múltiples capas la sensación de velocidad, la milenaria metáfora del tiempo como agua que corre. Hoy, encontramos a la artista investigando sumergida en la trama infinitesimal del instante.
“Inconsciente óptico” llamó Walter Benjamin a la posibilidad de acceso del ojo humano hacia trasfondos antes insospechados, abiertos entonces por las nuevas tecnologías como la fotografía y el cine. Estamos familiarizados –decía en 1931- con el andar de la gente, pero nada sabíamos del segundo exacto en el que un paso comienza a desplegarse. Si el pintor –remata en 1936- es como un mago que diagnostica mirando o palpando un cuerpo, el fotógrafo o el cameraman proceden en cambio como un cirujano, adentrándose profundo en el tejido de los hechos. O como el psicoanalista, que penetra más allá del discurso del yo de la conciencia, en su misterioso motor inconsciente.
Si, paradigmáticamente, la fotografía congela un instante, Silvia Rivas utiliza en este caso el video como un medio para dilatar los bordes de ese momento decisivo. Todo verdadero paso adelante dado en la vida es una caída al vacío: la artista puntúa esa escena en que una decisión ha impulsado a un cuerpo hacia un espacio lleno de potencias pero aún en gran parte ignorado. Y elige detener, o más bien estirar ese instante previo al decurso de un desenlace, como alusión –a la vez universal y situada- de la encrucijada existencial, doblemente inexorable y libre. Para poder comunicar al espectador la intensidad y el espesor de ese “momentum”, la artista trabajó con actores y con equipos de filmación de altísima definición. En la primera pieza, la dilatación fílmica de un gesto mínimo se yuxtapone a la frágil fijeza del mismo gesto grabado en mármol. El elemento escultórico se emparenta doblemente con el acto fotográfico, porque –como ya señaló Duchamp- el vaciado por moldes es indicial como una huella lumínica y porque, en tanto fijación de un “esto ha sido” (Barthes), toda fotografía -tanatografía- cumple una función semejante a una lápida. En otra obra, la posibilidad de capturar trazas de movimiento le permite a Rivas expandir fantasmáticamente un gesto en múltiples posibilidades, como si cada instante encarnara, en su propio núcleo mínimo, un abanico de senderos que se bifurcan.
La tercera pieza es clave. Todo el esfuerzo de la cura freudiana apunta a liberar al sujeto de las trabas de sus propias certezas, volverlo capaz de soltar y dejarse “caer” en el derrotero ignoto de su deseo. Una misma performer encarna la doble acción en un díptico especular. Recordemos que también es esencialmente especular el desdoblamiento del Gran Vidrio: ellos y ella, mar y cielo, “mar” “cel”, el nombre del artista que, contrariando la euforia futurista por la velocidad, propuso el rétard como modelo conceptual. No dejarse engañar por el imaginario del avance, propuso Duchamp, sino encarar su disección. Rétard en verre (retardo en vidrio) o rétard envers, retardo que permite espiar el reverso del movimiento, la trama oculta de un impulso hacia un polo de atracción. Tres piezas que nos dejan atisbar los futuros resultados de un gran work in progress que ocupa actualmente a Silvia Rivas, sumergida en el flujo del tiempo para señalar que la subjetividad no se constituye, como queremos creer, a través de metas prefijadas sino como un verdadero “despertar en el aire”.